Natividad Martínez Plaza nació un 8 de septiembre de 1922 en la muy noble y fidelísima ciudad de Sigüenza. Eran tres hermanas y cuatro hermanos, más Victorianín, que se fue con el sarampión de pequeñito. Sus padres tenían una tienda de ultramarinos y una pescadería, donde mi abuela aprendería el oficio de mano de los mejores. Nati siempre dice que ella era una de las alumnas predilectas de los profesores, modestia aparte. En su defensa diré que la guerra le arrebató la oportunidad de llegar a lo más alto con sus estudios. Ella tuvo la oportunidad de conocer la Institución Libre de Enseñanza, donde fue becada para estudiar en 1935. Siempre comenta que el profesor llevaba a sus dos alumnos favoritos, otro chico y ella, con el brazo sobre los hombros. Mi abuela habla con orgullo de su época de estudiante. Vino la guerra, y Sigüenza, quizá por estar tan cerca de Madrid, era un emplazamiento clave para los franquistas contra los republicanos sitiados en la capital. Gracias a su tienda de comestibles, mi abuela tuvo la suerte que no tuvieron muchos otros españoles, y, en mayor o menor cantidad, para repartir entre más o menos, en su casa no faltaba la comida. La vida te da una de cal y otra de arena, ¿no? El almacén de mis abuelos vendía la comida a un batallón del ejército, y el soldado que iba cada semana a comprar resultó llegar a ser con el tiempo el hombre que se casó con mi abuela. José García Trabazo tardó años en confesar sus deseos a mi abuela, pero llegaría el día en que este hombre de Marcón, soldado de izquierdas alistado en el bando franquista, se traería a su castellanita a Pontevedra. Mi abuelo también debió ser un personaje digno de conocer. Me cuentan que de pequeño se escapaba y cuando le pedían que sachara la finca él iba andando de Marcón a Poio a leer libros al monasterio. Al volver de la guerra fue a visitar a su padre, pero se enteró de camino que se había casado con una mujer, se dio la vuelta y no fue. Compró un camión y vendió telas, huevos, castañas y nueces. Fuera de temporada compraba madera de castaño y así entró en el gremio de la viruta, o así dice mi hermano, que toda la familia conecta sus oficios con la madera. El abuelo montó un almacén de maderas y una fábrica de puertas. Trabajó toda la vida, y cuando se jubiló se dedicó a viajar por el mundo. Fue a Cuba en el primer viaje turístico autorizado desde España, y se supone que hay una foto de mi abuela, él y Ramón Castro. Recorrieron Sudamérica y vieron el Machu Picchu. También fue a Rusia. Ojalá hubiera podido conocerlo para preguntarle por todo lo que hizo, cómo fue aquello de que lo pillaron mientras silbaba la internacional y lo metieron dos semanas al calabozo. Mi abuela es una de las mejores recitadoras del mundo. Tiene una memoria prodigiosa. A mí me confunde con mi madre muchas veces -no la culpo; mucha más gente lo hace, y ella tiene 92 años para hacer lo que le dé la gana-, pero aún recuerda los versos de Zorrilla que aprendió en la escuela y los ha inmortalizado en el recuerdo de todos los nietos. Corriendo van por la vega a las puertas de Granada hasta cuarenta gomeles y el capitán que los manda. Mi abuela me ha enseñado tanto que lo voy descubriendo poco a poco dentro de mí. Sin saberlo, me enseñó valores como la templanza, la honradez, la humildad y la frugalidad, pero a la vez la generosidad sin medida con tu gente y la dedicación a aquello y aquellos en lo que crees. Los sábados me compraba una chuchería. Cada viernes de pequeña me iba a dormir con ella y me contaba historias antes de dormir. También me enseñó a rezar y tuve con ella un gran debate sobre el misterio de la Santísima Trinidad. Ella me enseñó a creer, quizá no en lo que ella creía, pero me transmitió esa fe en ella misma a través de lo que crees posible, y eso es algo muy fuerte. Y hablando de cosas fuertes, mi abuela también me contagió su fortaleza contra el clima; cuando llevas calor en el corazón, no hace falta botella de agua caliente ni mantas de más.
Quizá yo no siempre la supe entender bien. Me preguntaba demasiadas veces que adónde iba y con quién. A veces caíamos en el absurdo. "¿Adónde vas?", preguntaba. "A la biblioteca", contestaba yo buscando las llaves. "¿Y a qué vas a la biblioteca?", se interesaba, con su infinita paciencia de jubilada. "Pues a comer lentejas, abuela", me desesperaba yo. Pero ella se reía y decía que qué cosas tengo. A veces me iba unos días con ella a su casa de Raxó, una casa increíble que tiene encima de las rocas de la ría, y me ponía nerviosa queriendo saber qué hacía en cada momento. Pero es que cuando eres joven no te das cuenta que esa es la forma en que vivían antes. Conectados unos a otros siempre. Antes no tenían móvil que consultar, no tenían facebook, y por eso las señoras se sientan en los bancos y pasan la tarde codo con codo trabajando duramente por desentrañar los misterios de las vidas que transcurren a su alrededor. Pero me he esforzado en observar y escuchar, y al final resulta que la quiero muchísimo y que me encanta pasar ratos con ella. Mañana me voy, pero me llevo conmigo su cariño infinito, el de una mujer que ha creado un imperio de sensaciones, pensamientos y acciones. Toda su descendencia le debemos la vida, y mucha otra gente le debe el resultado de los proyectos que desarrolló a lo largo de la suya. Y nada que hagamos será nunca suficiente para agradecerlo. Así que, por ella y por todos los que nos han querido, creado, criado y cuidado, feliz cumpleaños, abueliña. Hasta el infinito y más allá.
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Antes de empezar tengo que confesar que vivo en una familia de filósofos e hiperactivos. Ya de siempre se lamentaban diciéndome “Aaay! A cabesiña non para!” Y es que toda esta gente es así. Un señor padre que no para de inventarse proyectos por el placer de llevarlos a cabo, una señora madre que vive buscando la belleza. Todo en medio de un trajín muy interesante de tiendas, clases y cuidados de enfermería, que son la base de la actividad familiar. Además, una superseñora abuela que se desvive por cuidar a los demás. Luego a mí me preguntan que si nunca paro de inventarme cosas que hacer. El otro día leí que primero marcas tus rutinas y luego tus rutinas te marcan. Así nos ha pasado.
A veces el domingo nos juntamos a comer. Hay días que somos dieciséis, otros que tres, otros que ocho o a veces solo Nati, Chiño y yo. Chiño es el guapo de la familia, el de las cuatro patas, el perro guardián de cinco kilos de peso y cuarenta centímetros de altura que nos protege de malhechores, pizzeros y contadores del gas. Mi tía y él se ladran cada vez que se ven, aunque ella está poco a poco aprendiendo a ignorarle, y algún día él también lo hará. Cuando lo conoces, Chiño es guay. Entonces este domingo nos juntamos a comer. En esta ocasión estábamos mi madre, mi padre, la abuela, Chiño y yo. En petit comité, los actuales habitantes de la vivienda. Pero en Samieira, que viene el aire fresco y huele a monte y eso nos gusta aún más. Montamos un banquete para diez con cuatro comensales. Estilo gallego. Empanada, ensalada de la huerta, gambas a la plancha, paella mare e monti (para quince), pan de centeno, viño do país (no consigo convencer a la abuela de que beba agua, ¡y mira que lo intento!), helados y manzanas. Si hubiera habido más gente se hubieran tratado temas vanales, como el calor que hace en agosto, la buena que estaba la paella, lo verde que está todo a pesar del calor de agosto. Pero como estábamos en familia hablamos de nuestras cosas. Por ejemplo hablamos de las conclusiones que había sacado, ahora y con perspectiva, del viaje a Nicaragua. Salió el tema de qué queremos hacer con nuestra vida, y como mi respuesta era breve y concisa, nos fuimos pasando el turno. Cada uno hablamos de lo que nos gusta hacer, de nuestras pasiones. Y ya cuando sacamos los helados le tocó a la abuela. Su respuesta fue sencilla y sincera. -Oye, abuela, ¿qué te gusta a ti de la vida? -A mí me gusta la familia. Uno de los momentos del día que más disfruto son las comidas. Me encanta comer con mi abuela. Cada día tengo una cita importantísima a la 1 y otra a las 9 a la que intento poder acudir a toda costa. Seguro que aquellos que son papás ya saben esto, pero yo no lo sabía, aunque me sonaba de oídas. Soy fiel seguidora de las rutinas. Te dan estabilidad, calma, paz y tranquilidad. Como yo soy de naturaleza un poco transgresora, he querido demostrarme todo a mí misma, y pasé épocas de acostarme tarde y levantarme tarde, temporadas de animal nocturno, fases desorganizadas en que cada día era impredecible. Luego probé a vivir con el sol, acostarme al anochecer y amanecer con la mañana. ¡Y qué bien sienta lo que sienta bien!
Las comidas con mi abuela son sencillas, pero bonitas. Hablamos de lo que hemos hecho ese día. Comentamos nuestro plan para el futuro inmediato. Al fin y al cabo, mi abuela lo sabe, lo único que puedes planear a ciencia cierta es lo que harás en el día que vives. Quizás mañana se te puede olvidar lo que dijiste ayer, y no vale la pena perder la oportunidad de llevarlo a cabo. En las comidas con mi abuela no hay televisión y hablamos mirándonos a la cara. A veces, a la noche, aprovecho para preguntarle sobre Sigüenza, por cómo vivía allá, cómo fue la guerra, cómo conoció al abuelo, cómo vivió el cambio de Castilla a Galicia. Y de pronto mi abuela Nati viaja al pasado y habla con orgullo, propiedad y aplomo de aquello que sucedió hace más de 60 años, que recuerda ciertamente mejor que lo que sucedió hoy a la mañana. Y ser pequeño tampoco, a decir verdad. Cuando llegas a una determinada edad de pronto eres independiente y eres dueño y señor de tu vida, pero has pasado por un montón de años en que alguien cuidaba de ti y ataba la red de seguridad para que no caminaras en la cuerda floja, al borde del abismo. Poco a poco te van dejando mayor libertad hasta que llega un día en que eres quien tú decides.
Pero... ¿cuándo llega el momento de volver a poner la red? Con mi abuela voy descubriendo que al final la vida es un ciclo que vuelve al origen, y llegas a un punto en que vuelves a conectarte profundamente con otros seres que cuidan de ti, que tú cuidas de ellos, y de pronto te das cuenta de que vives en simbiosis con una hija, una nieta, un hermano, una cuidadora, un enfermero, y que cada vez estamos más encaminados a acercarnos más y más y más. La vida comenzó subiendo una montaña en que cada día superabas obstáculos. Llegará un momento en que vayamos cuesta abajo y el listón bajará de la misma forma que subió. Y puede parecer que el camino de vuelta es más sencillo, que ya no tienes que empujar y luchar por superarte, pero el aprendizaje está en descubrir que la recesión es la prueba máxima. Bajar el ritmo es mucho más difícil, quizás porque nunca nos preparamos para ello. Vivimos una vida de superación constante y cuando nos damos cuenta tenemos que aprender a bajar revoluciones, vivir tranquilamente y disfrutar de los frutos que hemos cosechado largo tiempo. Dice mi abuela que menuda le ha tocado, que ahora todo el mundo la mangonea. Dice que todos mandan aquí menos ella, que vienen y le dicen cuando toca levantarse, cuando ir a comprar el pan, que ya es la hora de comer, que ahora vaya a echarse la siesta, ¡uy, que es la hora de merendar! y venga a dar un paseo otra vez, y luego a cenar y otra vez a dormir. A veces mi abuela se enfada y dice que a ver por qué ella tiene que hacer siempre lo que le mandan. Y tiene razón, la verdad, lo que pasa es que a veces uno se echa la siesta y se despierta creyendo que ya es por la mañana y a ver cómo convenzo yo a esta mujer de que son las 10 de la noche y no hay que pensar todavía en qué vamos a hacer de comer, y a ver si tenemos pan, y hoy a ver qué hacemos de comer, y mira a ver, hija, ¿qué quieres tú comer hoy? Amigos, ser mayor no es nada fácil, y eso no nos lo cuentan de pequeños. Nos dicen, ¿tú que quieres ser de mayor? Y nosotros pensamos no en ser mayores, sino en ser libres para hacer lo que nos apetezca. Pero llegará un día en que volvamos a ser pequeños siendo más mayores que los mayores. ¿Qué quieres ser tú de mayor? Hay días que mi abuela se enfada porque la mangoneamos. Mientras tanto, sigo creyendo lo mismo. ¿Que qué quiero hacer con mi vida? Desde luego no vivir estresada. Con mi abuela siempre hay tiempo para escuchar historias, jugar y sonreír. Verano del 2015. Después de un año sabático -me gusta más llamarlo año de reflexión, porque de sabático no ha tenido ni el principio-, salí al mundo tres meses para ir a conocer Nicaragua (y ya de paso, un poco más de Centroamérica). Inmersión total en una realidad paralela en un mundo diferente. El clima, la forma de hablar español, las prioridades en la vida, la construcción de las casas, la moneda, la edad de maternidad, la actitud de los perros callejeros, en general la vida era muy distinta. Y bueno, está bien. Me volví a España con las ideas un poquito más claras. Varios días después de llegar me encontré con un proyecto muy chulo (www.quequiereshacercontuvida.com) en el que tuve oportunidad de poner a prueba lo que había aprendido en el viaje. -¿Qué quiero hacer con mi vida? -ESCRIBIR, JUGAR AL RUBGY y SONREÍR CADA DÍA. El futuro próximo pinta tan interesante como te puedas llegar a imaginar. Tengo un sueño, tengo un plan y una estrategia para llevarlo a cabo. Pero mientras tanto... El tiempo se ha parado en Pontevedra. Junio de 2015, faltan tres meses para que en mi vida sigan girando las ruedas. Los planes no dejan de aparecer, las ilusiones crecen igual... los días tristes siguen viniendo a visitar por si me los olvido. Y de repente han pasado dos meses y me doy cuenta de que estoy sumergida en una de las aventuras más fantásticas de mi vida. No sé qué tal os suena a vosotros, pero estoy compartiendo piso con mi abuela y vivir con ella es una de las experiencias más geniales que he podido experimentar. Os la voy a presentar. Se llama Natividad Martínez Plaza, tiene 92 años, es natural de la muy noble y fidelísima ciudad de Sigüenza, ciudad que lleva en el corazón pese a haber vivido 68 años en Pontevedra. La llaman Nati. Tiene unos ojos azul brillante, el pelo blanco como las nubes y es pura vida, que dirían en Costa Rica. En fin, ya la iréis conociendo. Francamente, quizás mi orgullo y amor de nieta me ciegan, pero creo que mi abuela es una persona increíble, me he criado con ella al lado y ahora que tengo la oportunidad de pasar con ella un verano estoy disfrutando desde otra perspectiva de compartir espacio y tiempo con ella. Es curioso, hoy es el día de los abuelos en Estados Unidos, dice Google. No lo había planeado. Hoy, para mí, como cada día de este verano, es el día de los abuelos también (y además también he pasado la mañana con los papás de mi papá). Así empieza este proyecto. Lleno de ilusión, energía y cargado de ganas de que conozcáis a esta mujer fantástica con la que cada día aprendo más sobre mí, sobre ella y sobre la vida. Que vivan los abuelos. He aquí unas fotos de antes del viaje, sacadas por un chico muy guapo y simpático llamado Damián Sobral @damgerous.
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AuroraEscritora (o sea, porque escribo). Lectora (porque leo). Paseadora (porque paseo. Normalmente, con mi perro; a veces, sola). En concreto, y para lo que aquí nos importa, nieta de una maravillosa mujer de 92 años. Nati
Emprendedora (porque emprendió empresas), peluquera (porque tuvo una peluquería), creyente (porque cree), mamá (porque tiene hijos), abuela (porque tiene nietos), bisabuela (porque tiene bisnietos). El otro día echamos a pito pito gorgorito qué fruta tocaba de postre.
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