Al principio, te sorprende. Es como una droga. Siempre quieres más. Solo sabes hablar de rugby, solo piensas en entrenar, en jugar, en crecer cada día un poco más y no hay límites. ¡No hay límites! Nunca te habías sentido tan libre, tan feliz de darlo todo, sin miedo porque no hay nada que perder.
Al principio, te engancha de una forma que nunca nada te ha enganchado. Cada día de entrenamiento despiertas emocionada porque esa tarde vas al campo, vas a verlas a ellas, vas a jugar. Poco a poco, pase a pase, aprendes que es mucho más que un deporte. Aprendes, más que en ningún otro lugar, que cuanto más das, más recibes a cambio. Cuanto más duro entrenas, más te diviertes el día de partido. Cuanto más crees en tus compañeras, más fuerte es vuestro lazo. Cuanto más te implicas, más crece el equipo, el deporte, esta forma de vida. Pasan los años. Cada vez que me voy de una ciudad, dejo atrás un equipo. Es curioso, porque aunque soy muy visceral, no sé echar de menos. Forma parte del proceso, te mueves y la gente viene y va. Pero el rugby me enseñó a echar de menos. Cuando formas parte de una manada y abandonas al grupo, a veces te sientes un poquito sola. Aprendí a aullar a la luna y seguí buscando el camino. Cuando me fui, sabía que lo iba a extrañar. Irme al campo prontito para ver el atardecer castellano tras los palos. El sonido de las risas. Los tacos sonando por el pasillo. Meter y sacar el material. Lanzar mil millones de touch en busca de la perfección. Placar y levantarte. Placar y levantarte. Limpiar el ruck y de nuevo a defender. Placar y levantarte. Y físico para acabar. Monguer day de regalo para un equipo de gente con problemitas. Llega un momento en que deja de sorprenderte. Aprendes a disfrutar cada momento, porque sabes que la lesión espera a la vuelta de la esquina y nunca sabes qué puede pasar. Un día descubres que no es una droga. Esto es amor, el amor del que sale en las películas. Amor del duro, del que se te mete dentro y te deja loco. Amor del que habla la gente que se hace mayor, del que dicen que, si es el primero, nunca se olvida. Del que te enamoras cada uno de tus días. Después de años, una semana sin rugby basta para que sientas que quieres entrenar, jugar, sentir un balón en tus manos de nuevo. Amor del güeno. Llorar los días que lo echas de menos y soñar por las noches con volver a tener un equipo con el que darlo puto todo.
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Hay veces que surge una idea dentro de ti. Puede parecer descabellada, puede no tener ni el más remoto sentido, pero es que la semilla está plantada y no hay forma de desarraigarla. En el cerebro no podemos meter mano.
Tengo una peculiaridad. Muchas, en realidad, pero esta es una de ellas. Puedo pasar semanas, a veces meses, tranquila, pero siempre llega un momento en que se me cruza un cable y se me ocurre una idea. Es como si apostara contra mí misma, me echo un “no hay huevos” a hacer cosas absurdas, cosas que no tienen ningún sentido. Ese ansia insaciable por superar mis límites. Como aquella vez que iba en el autobús de Madrid a Pontevedra apoyada contra el cristal de la ventana, y pensé en lo cómodo que era ir apoyada sobre las rastas, allá cuando las tenía. Pensé que menos mal que igualmente tenía pelo, pero de pronto me pregunté qué pasaría si no tuviera pelo. Y zasca. Brotó la idea. —No hay huevos a raparse la cabeza. —¿Que no hay huevos? Lo que no hay es necesidad ninguna de estar calva. —¿Y por qué no raparse? ¿De qué tendrías miedo? —Estaría feísima. —¿Y qué pasa? ¿Ahora soy superficial? Y ya se lió parda. Tardé una semana en llevar a cabo la idea. El tiempo suficiente para avisar a mis padres de lo que iba a pasar. El tiempo necesario para mentalizarme de lo extraña que iba a estar sin pelo. ¿Innecesario? Para muchos, sin sentido. Para mí, una prueba más sobre lo que no tiene ninguna importancia. Ha pasado más de un año desde aquello. Pero todo esto fue necesario en el viaje de mi mariposa. No tener un solo pelo sobre la cabeza me hizo transformarme en huevo de larva; vivir el crecimiento me hizo sentirme oruga, capullo y de nuevo mariposa. Todo esto me preparó para tomar una de las decisiones más difíciles que he tenido que tomar. Hacer las paces conmigo misma, enfrentarme al hecho de que lo que vemos no vale nada frente a lo que sentimos, aprender a sentir como forma de encontrar el camino verdadero, aquel que te lleva a lo que deseas realmente hacer. He tenido que aprender mucho para ver que mi camino me traía de nuevo a Pontevedra. Ser feliz, hoy, para mí, significa hacer lo que deseo hacer. Hoy, mi deseo es estar otra vez en esta ciudad, dedicando mi tiempo a lo que quiero dedicarlo. Escribir sobre rugby, aprender a llevar proyectos a cabo, mejorar aquello que no funciona adecuadamente y buscar soluciones a los problemas que surgen ante mí. Sé que todo esto forma parte de mi propia historia. Cuando me paro a escucharme, algo dentro de mí me dice que sea paciente, que algún día me haré grande haciendo que otros lo sean, que mi proyecto empieza escribiendo la letra pequeña de lo que otros hacen. Antes de cambiar el mundo deseo ayudar a otros a cambiarlo. Inspirarme, ver averías, solucionarlas. Respirar aire fresco, ir a la playa, correr en el monte, dormirme oyendo lluvia y despertar con cantos de gaviotas. La vida es demasiado breve e impredecible para rayadas, para no hacer lo que queremos y para perder el tiempo no siendo felices. Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, en un lugar muy lejano, allá adentro de la tierra, donde el mar no se ve en el horizonte, una manada que juntó a varios animales. En la más alta torre de un castillo de cemento y hormigón, hubo un tiempo en que dos criaturas decidieron comenzar su nueva vida, y lo hicieron juntas. Eran una extraña pareja, siempre iban juntas y su mayor diversión era reírse de todo lo absurdo que había en el mundo. Aquella pareja estaba formada por una pantera negra, con oscuros ojos brillantes y una sonrisa escondida entre los colmillos, y un oso pardo, grande, torpe y fuerte, que amaba comer y dormir por encima de todas las cosas. Un perro vivía también con ellos dos.
La pantera y el oso vivían a través del disfrute. Cada día era único y merecía ser el mejor día que habían vivido. Cada día trataban de ser un poquito más felices. Pero aquellos dos animales eran ambiciosos y su mirada buscaba el sol de día y las estrellas de noche. Cada día era el mejor día del mundo para dar un paso hacia sus sueños, y la pantera y el oso se hacían poco a poco más fuertes, más valientes, más hermosos. Fue con el tiempo que un día, entre la niebla y el frío del invierno, llegó por primera vez una liebre al Nido, allá en lo alto. Era un animal que andaba con desparpajo y se sentía cómoda en la alta torre del castillo. La pantera se sentía feliz cuando la liebre estaba cerca, y pronto el oso aprendió a quererla también. Pantera y oso descubrieron que la liebre era una criatura llena de hermosura y cosas bonitas por dentro, que era divertida solo por su mera presencia, y solo siendo, solo estando, avivava su inquietud por dar pasos en el camino y seguir aprendiendo a ser mejores que ayer. Aquella liebre también vivía a través del disfrute. Era difícil no estar a gusto a su lado. Pasaron nieblas, cruzaron lluvias. El frío heló con témpanos las altas torres del castillo. La liebre frecuentaba el Nido cada vez más y el perro, que al principio ignoraba su presencia, empezó a echarse la siesta en su compañía. La liebre, que era tierna en lo profundo de su corazón, sentía mucho cariño por todas las criaturas de esa manada. Llegó un momento en que, sin que nadie supiera cómo ni cuando, la liebre había entrado a formar parte de la familia. Los meses sucedían, otras criaturas iban y venían por el castillo, entrando a saludar, quedándose a cenar, durmiendo bajo el techo de aquella alta torre. Fueron tantos los que entraron que perdimos la cuenta y quizás hubiera sido buena idea poner libro de visitas, pero los días pasaban y en el Nido a veces te tumbabas en el sofá y perdías la noción del tiempo. Hubo una vez que la liebre y la pantera se echaron una siesta que duró cinco días. En primavera, aprendieron a hacer la fotosíntesis para alimentarse de la luz del sol que entraba por la ventana. Llegó el verano, y las paredes viejas de la alta torre del castillo resonaban por las noches. Liebre, pantera, oso y perro comprendieron que era el momento de abandonar aquella frágil torre que se les había hecho pequeña. Acumulaban sus pertenencias formando un laberinto con el que evitar saqueos de bandidos. Cualquiera que entrara en esa casa no sabría por dónde empezar. Junto a la puerta se amontonaban cajas y cajas de libros —una historia de allende el mar, que también merece ser contada—, sobre la reducida superficie de la cocina había sartenes y platos con harina, restos de comida y bajo el fregadero un cubo que rebosaba cacharros; ellos también esperaban su turno para ir a la ducha. En el espacio para cruzar desde la puerta hasta las habitaciones una maleta del tamaño de un cadáver se extendía a lo largo y ancho del suelo, invitando a cualquier criatura a dejarse caer en sus entrañas y no volver nunca. Pero era el momento de marchar, y oso, pantera, liebre y perro hicieron sus maletas y dejaron su hermoso castillo, en busca de un nuevo hogar. No fue sencillo. Desde el principio aquella nueva fortaleza semejaba querer echarlos por donde habían venido. Goteras en el baño, una puerta que nunca permitió que volvieran a abrirla, calefactores que explotaban en medio de la noche. Pero aquella manada estaba formada por animales de corazón fuerte y trataron de superar cada obstáculo que aparecía. Después de un duro verano y cambios en la plantilla, un día un gorrión llegó volando a la terraza de la fortaleza. Cantaba más hermoso de lo que ninguno de los animales había escuchado, y todos asomaron sus orejas por las ventanas. Aquel gorrión había estado visitando la alta torre del viejo castillo, y abrieron la puerta para que viniera a instalarse con sus alegrías, sus gorjeos y sus canciones de buenos días. Yo fui un oso en aquella manada de locos y me dejé llevar por la locura de mi interior, por el absurdo de todas las que compartíamos fortaleza. Había noches que volvíamos exhaustas y alguien había preparado la cena. Había días que no había nadie en casa y se me entristecía un poquito el corazón echándolas de menos. Hubo altibajos, porque en todo ese tiempo yo fui larva aprendiendo a ser mariposa, y ellas estuvieron conmigo, caminando en mis idas, mis venidas, mis subidas y bajadas. En el viaje que me está llevando al centro de mi corazón, mis hermanas pantera, liebre y gorrión han sido una de mis fuentes de energía. Hay muchos tipos de familia, hay muchas épocas, dicen, hay gente para todo y hay momentos especiales. Yo creo que, desde que hace más de un año llegué a la ciudad de cemento y hormigón y me instalé en las altas torres del castillo, he aprendido a ser un poquito más feliz cada día y me llevo vuestra fuerza y vuestra magia calentando el fueguito de mi corazón. En Navidad estamos con la familia, pero el resto del año yo tuve la suerte de vivir con mi manada. Os llevo dentro, hermanas. La larva se movía por su tronco. Observaba desde dentro, rodeada de miles de larvas iguales que ella, la luz que venía de fuera, allá del mundo. La larva trataba de acercarse a esa luz, pero ella, pequeña criatura en proceso de hacerse oruga, solo podía temblequear en su movimiento palpitante. Llevaba hambre de vientos y olor a flores en una memoria de lo que nunca había sido y sería. Ella de mayor sería mariposa.
Hay una larva en el centro de mi estómago. A veces, cuando voy a dormir se remueve inquieta y me susurra palabras grandes, sueños enormes, cosas que solo las mariposas que aún son larvas piensan. ¿Qué hacer con todas estas sensaciones que te muestra la magnitud de lo que llevas dentro? Inspírate. Levántate cada día con más ganas que nunca de hacer lo que vas a hacer, porque las decisiones que has tomado son solo tuyas. Has llegado hasta aquí siendo quien querías ser, ¿no? ¿No es así? Quizás entonces… ¿Cómo te gusta vivir a ti? A mí me gusta estar viva. Me gusta reírme cuando me despierto. Me gusta salir a la calle, abrir la ventana, ir a cualquier lugar y respirar fresco. Me gusta mucho respirar. Me encanta jugar. Me pasaría el día jugando. De hecho, trato de pasar gran parte de mi vida jugando. Chiño me enseñó a jugar. Mucha gente juega conmigo cada día. Me gusta poder decidir, que alguien tenga un balón en las manos y pueda tomar mil decisiones. Me gusta tratar de adivinar qué va a hacer, cómo responder. Me gusta equivocarme, que me tomen a broma, reírme tanto de mí misma que me haga más gracia aún todo. Me gusta caerme, reírme y volver a levantarme. Me gusta aullar, me gustan las conversaciones absurdas, las bromas estúpidas, el humor surrealista, el sinsentido. Me gusta estar a gustito. Me gusta que me acaricien. Me gusta descubrir lugares bellos, mirar a los ojos y asomarme a un abismo. Me gusta lo desconocido, descubrir otras perspectivas, aprender nuevos juegos. Me gusta enseñar juegos que otros no conocen. Me gusta que la gente disfrute a mi alrededor. Me gusta crecer. Me gusta estar viviendo el viaje de la mariposa. Me gusta que otros crezcan conmigo. Yo he crecido jugando. Me muevo por sensaciones, y tenía ganas de hacer aquello con lo que disfrutaba. ¿Tú no? Me gusta hacer lo que me gusta. Puede ser muy obvio, pero es universal. Me encanta jugar, que jueguen conmigo. De hecho, a veces cuando me aburro me invento juegos. Para jugar en compañía, para jugar yo sola, para enseñárselos a alguien o solo por el placer de inventarlos. A veces me pongo retos. No me gusta sentirme limitada, y cuando veo que algo dentro de mí tiene miedo me apuesto a mí misma que no me atrevo a transgredirme. Casi siempre acabo aceptando la apuesta. Pero… ¿y si hay algo más detrás? ¿Y si jugando a crecer conseguimos que todos participen en el juego? ¿Cuáles son los ingredientes de los mejores juegos? Un objetivo y unas normas. Material. Jugadores. Y diversión. Lo maravilloso es que a la hora de jugar no hay límites. Podemos hacer lo que nos venga en gana. Podemos inventarnos dónde, cuándo, cómo, con quién, por qué, para qué jugar. Podemos disfrazarnos, podemos pintar las paredes, podemos pegarnos, podemos darnos amor, podemos hacer lo que queramos. Podemos usar el juego como herramienta, la diversión como objetivo y hacer del aprendizaje la consecuencia. Podemos jugar a ser todos un mismo equipo y trabajar por un fin. Podemos jugar a la revolución, poner el planeta patas arriba, ignorar a toda la gente fea que nos recuerda las cosas feas. Podemos cambiar el mundo y conquistar el corazón de todos nuestros adeptos jugando. Yo hoy quiero crecer, jugar, reírme y sentir un día más la locura de emociones que me recorren las entrañas. Mi oruga se retuerce emocionada. Soy una cría de gusano comiéndome una hoja junto al tronco que me vio nacer. Yo de mayor voy a ser mariposa. Miércoles. 15:30 de la tarde. Cojo la mochila y salgo de casa. Una parada, plaza de Castilla. Bajo al sótano de la estación, bus 154C, San Sebastián de los Reyes, Avenida de los Quiñones. Disfruto del viaje, aprovecho para llamar, mandar mensajes por el teléfono. Repaso el entrenamiento que vamos a hacer, el tiempo de cada sección. ¿Qué podemos mejorar respecto al entrenamiento pasado? El otro día los chavales estaban a mil por hora. Normal, pienso, si yo tuviera 4 años también viviría a mil por hora. No tendría filtro, sería pura reacción. Entrenamientos dinámicos. Seguir siempre una rutina. Empezar explicando cuál es el objetivo del día y qué vamos a hacer. Cuando digo por primera vez que vamos a ir adentro a hacer “clase de rugby” uno de los niños levanta los brazos y grita ¡bieeeeen!, aunque no tengo claro del todo que sepa qué pasa en una clase de rugby. En nuestro caso, vamos a hablar de lo que nos gusta de este deporte tan guay y vamos a pintar en una cartulina esas cosas que nos gustan. Pero paso a paso. Aún queda mucho entrenamiento por delante.
Cuando estos chavales ven un churro de placar, de esos blanditos de colores molones, en su cerebro tiene lugar un banquete de emociones y endorfinas, una rave de sensaciones. Les flipan. Y si ven un balón, se lanzan. Y si ven sacos de placar, también se lanzan. En general, se lanzan. Estoy muy orgullosa de que sean tan lanzados. Solo tenemos que descubrir cómo canalizar esa energía para hacer de estas criaturas unos remolinos con patas que jueguen, disfruten y cuiden de sus compis. ¡Círculo de linces!, y todos corren hacia mí. Bueno, todos no. Viene tres o cuatro, y el resto van descubriendo poco a poco que hay que venir. Ya hemos desfogado nuestra energía en un calentamiento bien movido, hemos seguido con un taller de avance con un circuito de pruebas (zigzag, placar el churro, coger balón, avanzar por la escalera, pisar fuerte unos escudos y ensayar), con un mini taller para seguir reforzando la técnica el placaje (donde de paso vas viendo cómo afrontan unos y otros el miedo al contacto. Hay linces muy locos y otros muy precavidos). Ahora ya estamos un poco más centrados y podemos hablar un poquito. Aprovechamos para recordar algunas cosas… -Vale, chicos, ya hemos calentado, todos estamos a gusto, y ya hemos hecho el circuito… ¡a ver quién se acuerda de qué toca ahora! -decimos. Un lince perdido rueda por el suelo en nuestra dirección. -¡Placar! -dice alguien. -¡Ensayar! -dice otro. -¡Vamos a jugar un partido! -exclama alguien, triunfante. -¡Síiii! ¡Después del taller viene el partido! -contesto- Pero antes de jugar… ¿quién sabe cuál es el objetivo de un partido de rugby? -¡Ensayar! -dicen todos a la vez. Y aunque nuestro objetivo es disfrutar, es importante no perder el norte, porque con 3, 4 y 5 años es muy fácil coger el balón y salir corriendo a saludar a mamá y a papá, o correr en dirección contraria, o simplemente no saber qué hacer. -Perfecto, linces, todos lo tenemos claro. Pero esta es la pregunta clave, ¿cuál es nuestra misión? -aquí vienen las dudas… -¡Placar! -dice alguien. -¡Ensayar! -dice otro. Mis linces están un poco despistados, a veces. -Querernos muchooo -oigo por algún lugar. -Mmmm he oído algo que me gusta. Vamos a hacer una ronda para ver qué misión creéis que tenemos -y finalmente acaba saliendo la respuesta esperada: “nuestra misión es cuidar de los compis”. Un lince se queja: “¡jope! ¡Yo iba a decir que ayudar a mis amigos!”. Bien, cachorros. Vamos bien. Y es que muchas veces pienso que estos cachorrillos me enseñan mucho más de lo que yo les enseño a ellos. Los ejemplos son infinitos. Así que voy a intentar hacer un decálogo de la vida que los linces me están enseñando a vivir. 1. SIN RUTINA, HAY CAOS Es importante empezar el día sabiendo qué hacer. Y luego cómo continuar. 2. SIGUE EL FLOW Es fundamental tener juegos de reserva por si lo que estás haciendo no funciona. Hay que tener un plan, pero ante todo deberás aprender a fluir. Porque a veces no está el cuerpo para hacer placaje y entonces quizás toca jugar a araña peluda. 3. CREE Y CREA El mundo es un lugar lleno de magia, pero es invisible para aquellos que no la saben ver. Los linces tienen mirada de magos, ellos creen y crean mundos donde todo es posible y volar está al alcance de nuestras manos, de nuestras alas. El otro día tratamos de medir el campo en patatas y nos salieron un montón de patatas. Luego lo medimos en ballenas y uno de los linces dijo que por lo menos el campo medía 68 ballenas. A lo largo. 4. APRENDEMOS CON EL AMOR, NO CON EL MIEDO Hemos comprobado que reñir solo genera malos rollos. Que gritar solo hace que ellos griten, plaquen sin consideración. Y al final lloramos. Pero cuando te fijas en algo que un lince ha hecho bien y se lo dices, sus ojos brillan. Cuando escucho a un papá, a una mamá, que le dice lo orgulloso/a que está de su cachorrillo… su sonrisa es inmensa. Y entonces la próxima vez lo recordarán. Refuerzo positivo crea impacto positivo. 5. ESCUCHA PARA APRENDER Llevamos dentro todo lo que necesitamos para enfrentarnos al mundo. Según vamos creciendo, aprendemos un montón de cosas que cierran nuestra mirada sobre el mundo. Pero los linces aún no la han cerrado. Ellos, desde su tamaño reducido y su corta experiencia, tienen la mente mucho más abierta de lo que nosotros soñamos tener. No tienen límites. Cuando jugamos a transformarnos en mariposas ellos vuelan totalmente mezclados con su disfraz. Cuando los jabatos los animan ellos se sienten más grandes que Jonah Lomu corriendo hacia el ensayo. Mi coentrenadora Eli sabe bucear mejor que nadie en la profundidad de las respuestas que nuestros cachorros dan a preguntas tan sencillas como ¿qué has desayunado hoy? 6. NO LO DIGAS, HAZLO Porque ellos observan, y harán lo mismo que tú haces. Respeto, aceptación de la individualidad de cada cachorro y confianza en la fuerza de súper linces que llevan dentro. 7. NUNCA ASUMAS QUE ALGO SE SABE O SE ENTIENDE La manada crece y nos hemos extendido a los 14 ejemplares, así que estamos haciendo talleres separando a los linces de primer año y a los de segundo, para reforzar el desarrollo de cada edad. El primer día que nos dividimos, yo llamé a los de 5 años y mi compi a los de 4. Uno de los chiquitajos, que aún tiene 3, no fue a ningún lado y caminó con aire de vagabundo nostálgico. Le preguntamos qué le pasaba y nos dijo con el corazón compungido: “yo tengo 3 años, ¡no tengo adonde ir!”. 8. ¿EL OBJETIVO? ¡ENSAYAR! ¿Cómo caminar si no sabes hacia dónde quieres ir? Es fundamental que para crear diversión, disfrute, y por ende aprendizaje, sepamos cuál es nuestro objetivo. Sin él, seríamos pescadillas corriendo en busca de nuestra cola, linces rodando eternamente por el campo haciendo la croqueta. 9. ¿LA MISIÓN? ¡CUIDAR A NUESTROS COMPIS! Porque cada día tengo más claro que entre todos podemos hacer cosas increíbles. Pero para ello tenemos que caminar paso a paso, sentir la fuerza de nuestros compañeros, creyendo en nosotros y haciendo que nosotros creamos más que nadie en nosotros mismos. Apoyarnos en nuestra diferencia para construir el castillo más fuerte del mundo. 10. NORMAS SENCILLAS Y ¡DÉJALOS JUGAR! El tiempo de juego debería ser sagrado. Teniendo un par de normas sobre las que actuar, el juego libre nos da la oportunidad de explorar, de inventar, de descubrir quiénes somos, cómo queremos expresarnos y qué nos hace felices. Cada vez que un compi tiene la oportunidad de actuar, creer en él y en su grandeza. Cuando yo tengo el balón, creérmelo tanto como ellos creen en mí. Y disfrutar, fluir, jugar, reír, placar y ser lo más yo que pueda ser. Comer, dormir, repeat. Cada día, jugar de nuevo y poco a poco crecer y hacerme grandote y fuerte. Al final del entrenamiento, hacemos círculo de linces y alguno empieza a cantar el cumpleaños feliz. ¿De quién es hoy el cumpleaños? Nadie lo sabe. Pero se parten de risa. Y al final todos nos reímos un montón. Hacemos una ronda, solo habla quien tiene balón, y decimos qué nos ha gustado del entrenamiento de hoy. Recogemos y nos vamos a casa con mamá y papá. Y cuando se van dejan un silencio de paz lleno de cosas bonitas y promesas de lo que todos y cada uno podemos llegar a ser: un lince con pájaros en la cabeza, sin miedo en la sonrisa y con la capacidad de hacer de un montón de sacos de colores un castillo indestructible donde esconder el mejor tesoro del mundo, aquel que tú te quieras inventar. Cada día, vive como un lince y aprende a disfrutar de la locura. Madrid huele a seco. Huele a calor incluso cuando hace frío. Pero cuando hace frío, simplemente mueres. La poesía se congela varios grados bajo cero.
Madrid huele a mezcla. Huele a Tetuán, a la plaza de la Remonta, a viernes por la tarde con miles de pelotas rodando sobre las baldosas y niños de todos los colores persiguiéndolas. Madrid huele a domingo por la mañana con sol, a fresquito y calles vacías. Madrid huele a energía. Huele a gente que se busca la vida, y cuando digo que se la busca, digo que se baja cada noche a hacer ruta de contenedores y se reciclan la vida que no encontraron en ningún otro lugar. Huele a gente que no te escucha demasiado tiempo, pero te anima a llevar tus sueños adelante, aunque no sepan que son sueños, aunque crean que solo sigues tu movimiento… Madrid huele a iniciativa. A estampida de caballos que corren cada uno más rápido que el anterior. Un topo se esconde en su madriguera bajo la tierra, asustado. Un halcón observa desde las alturas de su árbol. Madrid huele a indiferencia. Huele a gente apelotonada frente al ascensor que no deja pasar a alguien con muletas, a una señora predicando con gritos desgarrados frente a un semáforo, ante las miradas divertidas de los incrédulos. Madrid huele a miradas grises, a desconfianza ante un cuento regalado en el metro, a profundo agradecimiento por sostenerle la puerta a quien sale de la estación. Madrid huele a prisa, a alboroto, a carreras, a ruido, a tráfico, a pisadas, a risas, a sushi para llevar, a hipsters de Malasaña, a gente en chándal sin complejos, a señoritas que muestran su seriedad y capacitación en su vestido y su peinado. Madrid huele a tanto, que se te mezclan los olores en el hocico y estornudas. Y pese a todo, cuando sales de Madrid y hueles a fresco, a monte, a lluvia, de pronto recuerdas a qué huele la vida y que quizás aquello que hacías en Madrid no era vivir con las patas sobre el suelo y la vista hacia las nubes. Madrid es magia. Madrid es la ciudad de las ciudades. Madrid saca de ti lo mejor que llevas dentro, pero Madrid tiene un precio. ¿Cuánto cuesta la paz de tus latidos? Madrid saca a subasta corazones el domingo en el Rastro. Madrid tiene alto índice de contaminación, Madrid te ahuma los pulmones a hurtadillas. Madrid te enamora, te vende la luna y te promete con esmalte de uñas el color de las nubes al atardecer. Madrid te enseña a luchar, a ser fuerte, a ser valiente. Madrid vende, compra, intercambia, ofrece, planta, cosecha, recoge y te cocina en pepitoria, con patatas asadas para acompañar. Madrid te empuja, crece contigo y tú creces en ella y con ella. Madrid es tan, tan, tan, que tú te haces chiquitín. Madrid amanece, y tú te miras las plantas de los pies grises de caminar por calles llenas de polvo. Madrid amanece azul clarito. El gusano siempre se había sabido mariposa, aún siendo larva. Pero aún así, no dejaba de ser gusano. Vivir su metamorfosis iba a ser el proceso más ambicioso, díficil, largo y duro de su vida. Siempre es fácil cuando te sientes en camino. Nunca lo es si te paras.
La lesión siempre llega. Cuando juegas al rugby sabes que, antes o después, la lesión siempre llega. Y con el tiempo he ido descubriendo que la lesión forma parte del proceso de aprendizaje del jugador. Dice el padre de una amiga que la lesión sirve para entrenar la paciencia. Y tanto. La lesión suele llegar cuando mejor estás y cuando menos te lo esperas. Es una broma macabra con la que la vida te recuerda lo frágil que eres. Hay dos opciones: verla como obstáculo o como oportunidad. El gusano se envolvió en un traje de seda. El gusano quería vestirse de gala para hacer honor a la ocasión. No todos los gusanos de seda llegan a ser mariposas. Pero él tenía un sueño. Él tenía una visión. Cerró los ojos y respiró profundamente en su crisálida. Un día se despertaría, abriría su capullo y saldría a respirar el fresco. Volaría de flor en flor coleccionando muestras de néctar. Pero hoy era hoy, y todavía no tenía las alas fuertes. Dormiría en su capullo. Días de frío, viento, sol y sombra. Nubes y claros dentro de mi crisálida. ¿En qué piensa un gusano para alimentar de ilusión un cuerpo viscoso, blandito y membranoso? Viviendo el proceso, gozando su viscosidad. Subidas y bajadas. Cambios de opinión. Idas y venidas. Picos que forman montones de As que solo dicen dos cosas: Aquí y Ahora. La lesión te enseña a ser paciente, a concentrarte en el proceso, a buscar lo mejor de tu situación. La lesión te hace llorar, y si no aprendiste nada nuevo, volverás a llorar. Así hasta que descubras qué tenías que aprender. Y entonces volarás. Me habló mi mamá la Tierra y me dijo la luna que escuchara atenta, que mamá Iarnal siempre cuida de sus cachorros.
Me habló del universo. Me dijo que respirara y contemplara el movimiento de los planetas. Siempre va en ciclos, el equilibrio solo se alcanza con el eterno movimiento, dijo mamá, y las estrellas vienen y van. Nosotros también, me dijo. Me habló mi mamá la Tierra de los ciclos de nuestras entrañas. Me habló de la mariposa. Me dijo que nace larva, que crece en colonias de cientos de hermanas, en lo oscuro de los árboles. Viven escondidas en el hueco húmedo y podrido de algún tronco y a veces les llega el olor a fresco, y así la larva empieza a alzar el hocico al cielo. Se ríe mamá Iarnal, porque es mentira, que las larvas no tienen hocico, pero aún así lo alzan al cielo. A oler el fresco. En lo oscuro de la noche mi madre me pintó el cielo de estrellas y vi la Vía Láctea. La luna sonreía y me cogió una mano. Yo la sentí junto a mí, a pesar de la distancia. Allá en el cielo la luna brilla hermosa y fuerte. Me dijo mi mamá la Tierra que a veces las larvas ven brillar a las estrellas y alzan la vista al cielo, y ven belleza. Las larvas, que viven en lo oscuro, les gusta la humedad y se alimentan de lo podrido, llevan el potencial de su transformación. Ellas saben que son como son porque mi mamá la Tierra las hizo así, pequeñas y viscosas. Pero siguen su ritmo, miran las estrellas y hay veces que huelen lo fresco. Dice mamá Iarnal que a veces, al anochecer, el rocío moja los resquicios de agujeros donde las larvas dormitan. Hay algunas larvas que salen a oler el alba y beben el rocío de las hojas de los árboles. Me dijo mi mamá la Tierra que observe atenta, que tras la viscosidad de una larva hay una potencial mariposa que un día volará tan hermoso como el sol, la luna y las estrellas. Sensaciones tan enteras como levantarte y ver la luz del amanecer. Como correr al ritmo de las olas rompiendo. Como reír en voz alta con un chiste absurdo. Como preguntarte al despertar qué deseas hacer ese día, y hacerlo.
Solo un animal tan bello como la mariposa puede venir de uno tan entrañable como la larva. Entrañable no por lo tierno, sino porque sale desde las entrañas. En realidad, todos estamos hechos de entrañas que huelen el fresco y sueñan con volar siguiendo el aroma de la primavera. ¿Cómo vivir ese viaje y disfrutar de cada día? Ser larva, hacerse gusano, tejer un capullo y esconderse para llegar a ser mariposa. Todo depende de la perspectiva, ¿no? Vivir en una ciudad llena de coches, correr en todas las direcciones, encontrar grupos de gente que se mueven por algo común, creer en la fuerza de la pasión. La poesía es un arma cargada de futuro. Desde luego, el único futuro es aquel en que la vida tiene significado, y la poesía es una capacitadora natural para ver las cosas a través de la belleza, con sus palabras bonitas. Cree y crea. ¿Los poetas solo tienen pájaros en la cabeza? Quizás aquellos que no supieron bajar a la tierra. Pero la vida es un juego de luna y arena, la conversación de la cabra con la encina, eso que pasa mientras soñamos y vivimos, a la vez. Por eso, muchas veces lo más difícil es soñar con ser mariposa y saber disfrutar de la maravilla de ser gusano. Y en eso estamos, aprendiendo a apreciar la viscosidad. Os invito a vivir conmigo mi viaje, el viaje de la mariposa, eso que pasa desde que sales del agujero en que naciste larva y abres las alas en busca de una buena flor que te alimente. |
Soy larva,
pero también mariposa en potencia. |