El Nido
Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, en un lugar muy lejano, allá adentro de la tierra, donde el mar no se ve en el horizonte, una manada que juntó a varios animales. En la más alta torre de un castillo de cemento y hormigón, hubo un tiempo en que dos criaturas decidieron comenzar su nueva vida, y lo hicieron juntas. Eran una extraña pareja, siempre iban juntas y su mayor diversión era reírse de todo lo absurdo que había en el mundo. Aquella pareja estaba formada por una pantera negra, con oscuros ojos brillantes y una sonrisa escondida entre los colmillos, y un oso pardo, grande, torpe y fuerte, que amaba comer y dormir por encima de todas las cosas. Un perro vivía también con ellos dos.
La pantera y el oso vivían a través del disfrute. Cada día era único y merecía ser el mejor día que habían vivido. Cada día trataban de ser un poquito más felices. Pero aquellos dos animales eran ambiciosos y su mirada buscaba el sol de día y las estrellas de noche. Cada día era el mejor día del mundo para dar un paso hacia sus sueños, y la pantera y el oso se hacían poco a poco más fuertes, más valientes, más hermosos. Fue con el tiempo que un día, entre la niebla y el frío del invierno, llegó por primera vez una liebre al Nido, allá en lo alto. Era un animal que andaba con desparpajo y se sentía cómoda en la alta torre del castillo. La pantera se sentía feliz cuando la liebre estaba cerca, y pronto el oso aprendió a quererla también. Pantera y oso descubrieron que la liebre era una criatura llena de hermosura y cosas bonitas por dentro, que era divertida solo por su mera presencia, y solo siendo, solo estando, avivava su inquietud por dar pasos en el camino y seguir aprendiendo a ser mejores que ayer. Aquella liebre también vivía a través del disfrute. Era difícil no estar a gusto a su lado. Pasaron nieblas, cruzaron lluvias. El frío heló con témpanos las altas torres del castillo. La liebre frecuentaba el Nido cada vez más y el perro, que al principio ignoraba su presencia, empezó a echarse la siesta en su compañía. La liebre, que era tierna en lo profundo de su corazón, sentía mucho cariño por todas las criaturas de esa manada. Llegó un momento en que, sin que nadie supiera cómo ni cuando, la liebre había entrado a formar parte de la familia. Los meses sucedían, otras criaturas iban y venían por el castillo, entrando a saludar, quedándose a cenar, durmiendo bajo el techo de aquella alta torre. Fueron tantos los que entraron que perdimos la cuenta y quizás hubiera sido buena idea poner libro de visitas, pero los días pasaban y en el Nido a veces te tumbabas en el sofá y perdías la noción del tiempo. Hubo una vez que la liebre y la pantera se echaron una siesta que duró cinco días. En primavera, aprendieron a hacer la fotosíntesis para alimentarse de la luz del sol que entraba por la ventana. Llegó el verano, y las paredes viejas de la alta torre del castillo resonaban por las noches. Liebre, pantera, oso y perro comprendieron que era el momento de abandonar aquella frágil torre que se les había hecho pequeña. Acumulaban sus pertenencias formando un laberinto con el que evitar saqueos de bandidos. Cualquiera que entrara en esa casa no sabría por dónde empezar. Junto a la puerta se amontonaban cajas y cajas de libros —una historia de allende el mar, que también merece ser contada—, sobre la reducida superficie de la cocina había sartenes y platos con harina, restos de comida y bajo el fregadero un cubo que rebosaba cacharros; ellos también esperaban su turno para ir a la ducha. En el espacio para cruzar desde la puerta hasta las habitaciones una maleta del tamaño de un cadáver se extendía a lo largo y ancho del suelo, invitando a cualquier criatura a dejarse caer en sus entrañas y no volver nunca. Pero era el momento de marchar, y oso, pantera, liebre y perro hicieron sus maletas y dejaron su hermoso castillo, en busca de un nuevo hogar. No fue sencillo. Desde el principio aquella nueva fortaleza semejaba querer echarlos por donde habían venido. Goteras en el baño, una puerta que nunca permitió que volvieran a abrirla, calefactores que explotaban en medio de la noche. Pero aquella manada estaba formada por animales de corazón fuerte y trataron de superar cada obstáculo que aparecía. Después de un duro verano y cambios en la plantilla, un día un gorrión llegó volando a la terraza de la fortaleza. Cantaba más hermoso de lo que ninguno de los animales había escuchado, y todos asomaron sus orejas por las ventanas. Aquel gorrión había estado visitando la alta torre del viejo castillo, y abrieron la puerta para que viniera a instalarse con sus alegrías, sus gorjeos y sus canciones de buenos días. Yo fui un oso en aquella manada de locos y me dejé llevar por la locura de mi interior, por el absurdo de todas las que compartíamos fortaleza. Había noches que volvíamos exhaustas y alguien había preparado la cena. Había días que no había nadie en casa y se me entristecía un poquito el corazón echándolas de menos. Hubo altibajos, porque en todo ese tiempo yo fui larva aprendiendo a ser mariposa, y ellas estuvieron conmigo, caminando en mis idas, mis venidas, mis subidas y bajadas. En el viaje que me está llevando al centro de mi corazón, mis hermanas pantera, liebre y gorrión han sido una de mis fuentes de energía. Hay muchos tipos de familia, hay muchas épocas, dicen, hay gente para todo y hay momentos especiales. Yo creo que, desde que hace más de un año llegué a la ciudad de cemento y hormigón y me instalé en las altas torres del castillo, he aprendido a ser un poquito más feliz cada día y me llevo vuestra fuerza y vuestra magia calentando el fueguito de mi corazón. En Navidad estamos con la familia, pero el resto del año yo tuve la suerte de vivir con mi manada. Os llevo dentro, hermanas. |